viernes, 14 de octubre de 2016

Yo era el que enhebraba las agujas

Aquellas tarde de invierno,
a la luz insuficiente de una lámpara flexo
mi madre remendaba mi ropa,
recosía los botones de la camisa nueva de mi padre
y zurcía los calcetines de mi hermano,
aunque era yo quien enhebraba las agujas.

Cada vez que se le acababa el hilo
yo interrumpía la lectura de Miguel Strogoff
para enhebrar la aguja.
Lo hacía deprisa. Me satisfacía aquella eficiencia mía,
aunque a mi madre le hubiera convenido que me demorara
para que sus ojos descansaran un momento más.
Yo era ajeno a eso.
No sabía que las madres se cansaban
y, además, estaba viajando en un trineo tirado por perros.
Iba con prisas. No podía detenerme demasiado
en mitad del frío siberiano.

Hoy, décadas después, 
quería empezar a dar la vuelta al mundo
en 80 días, como la di de niño,
pero se me ha caído un botón de la camisa
y el agujero del bolsillo del pantalón es cada vez mayor.
Debo coserlos.
Sé que me costará enhebrar las agujas. 
Si no lo consigo después de unos intentos,
dejaré el inicio del viaje para otro día.
Mis ojos y mi cabeza están cansados.
Esperaré a mañana para coser.
Le pediré a mi compañera,
que ahora duerme,
que me enhebre la aguja.
Ella no cose nunca.
Si una prenda se rasga, la tira.
Así tiene un motivo para darse
una vuelta por Zara o por Mango
u otras tiendas de precios ajustados
o no tanto
para comprar una nueva. 

Coseré mañana, sí. Mis ojos, 
como los de mi madre antaño,
están cansados, 
pero mi cabeza se despereza
recordando que fui un niño 
que enhebraba las agujas con rapidez
para continuar leyendo enseguida
las aventuras de los personajes de Julio Verne.

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